El televisor


Mientras estaba tumbado en la cama, la llovizna se convirtió en aguacero. Habían pasado varios días y el olor era ya insoportable. No quería salir a la calle, era incapaz. Abandonar la habitación parecía un hito similar a Aníbal cruzando los Alpes.

Sentía como si tuviera piedras hundidas en el pecho que me presionaban contra la cama, como si mi cuerpo estuviera encadenado al colchón. La lluvia caía con tanta fuerza que enmudecía el sonido de fondo del televisor. Reparé que llevaba horas encendido, quizá incluso días. Me acompañaba igual que el periódico acompaña a los ancianos. Era el hilo que me conectaba con el exterior, la única luz que iluminaba una habitación a oscuras.

Me acomodé en la cama y miré a la pizza casi entera tendida en una sábana que alguna vez fue blanca. Mi estómago se quejó con un tímido rugido. Estiré el brazo para coger un trozo pero la pizza quedaba fuera de mi alcance. Intenté, sin éxito, probar una rodaja de tomate que estaba unos centímetros más cerca. Suspiré y me rendí.

Apagué la tele y cerré los ojos. Aún podía dormir más.


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