Desconocemos el poder de la mente y sus límites. Viktor Frankl pasó tres años en varios campos de concentración, incluyendo Auschwitz y se negó a dar por perdida su felicidad.
Podían despojarle de todo rastro de humanidad pero jamás le quitarían el derecho de dictar sobre sus sentimientos. Esa convicción le ayudó a mantenerse con vida hasta que fue liberado.

Son muchas las cosas que nos afectan en el día a día: un comentario, una mala decisión, un encontronazo con alguien. Y aunque algunas duran segundos a veces las cargamos a nuestras espaldas durante más tiempo del que nos gustaría. Es como el terremoto que apenas dura un instante pero sus consecuencias se aprecian en la estructura dañada del edificio.
La forma en la que nos hablamos moldea nuestro carácter y marca nuestro futuro. Deshace nudos o crea monstruos, resuelve problemas o los prolonga hasta el infinito.
Esta voz interior nos acompaña durante toda la vida. Todo lo demás varía a lo largo del camino. Las personas con la que compartimos nuestro tiempo, contribuyen a formar la percepción que tenemos de nosotros mismos, y por tanto la historia que nos contamos.
Sus comentarios quedan enraizados en nuestra personalidad e influyen nuestra posterior conducta.

Conviene pararse un segundo y preguntarse, ¿cómo nos hablamos? ¿Cuál es la forma que tenemos de dirigirnos a nosotros mismos?
Medimos las palabras que utilizamos cuando estamos rodeados de gente y no prestamos atención a las que nos dedicamos en soledad.
Estos días leo Open, el libro de memorias de Agassi. Me gusta la descripción que hace del tenis como un deporte solitario. Describe cómo durante el partido estás solo, dentro de una isla.

Los jugadores de tenis son un ejemplo en cuanto al monólogo interno. En la final de Wimbledon 2019 Novak Djokovic y Roger Federer se disputaban el trofeo. Tras más de 4 horas de partido seguían sin expresar desesperación o frustración.
¿Qué les pasa por la cabeza en esos momentos? Su lenguaje corporal es indescifrable. Sus gestos son serenos, no se alegran por un buen golpe ni se quejan por un fallo. No existe nada más que el punto que está en juego.
Me sorprendió el final cuando Djokovic consiguió el punto de partido. No lo celebró. Fue a la red a estrechar la mano de Federer y volvió al vestuario.
¿Hubiera ganado con su cabeza y sus comentarios centrados en ese punto que falló, o en esa bola que no devolvió? Se estaría robando el partido por un error pasado.
Parece claro desde fuera y sin embargo, ¿cuántas veces nos acompañan los problemas más tiempo del que quisiéramos?
No nos quedemos en la autocompasión, en el «es lo que me ha tocado». Somos responsables de nuestra vida. Concentrémonos en lo que se puede cambiar, en lo que está a nuestro alcance y dejemos de preocuparnos por aquello que no depende de nosotros.
Tenemos control sobre cómo interpretamos la cosas que nos afectan. Quizás no tengamos nada que decir en cuanto a la duración de nuestras preocupaciones pero sí de cómo enfrentarnos a ellas.
Es hora de que nuestra cabeza vuelva al partido
