El paquete


La semana pasada compré una barra de dominadas. Una de esas que cuelgas en el marco de la puerta. Parece que en la cuarentena nos ha dado a todos por ponernos en forma.

Después de valorar las distintas opciones durante varios días, pulse comprar. En ese momento mi mente ya volaba situada en el futuro. Salir del confinamiento convertido en una especie de Brad Pitt en Snatch. Cerdos y Diamantes estaba cada vez más cerca. Sentí una ligera euforia, una excitación aún controlable.

A la mañana siguiente, antes de que sonara el despertador, un sonido de correo entrante me despertó. El mail anunciaba que la barra se había enviado. Noté un cosquilleo en el estómago parecido al de la mañana de reyes antes de ver los regalos en el salón. Desayuné y por primera vez en diez días me quité el pijama y me vestí de calle. Quería recibir al cartero como se merecía.

Tras pasar la mañana de un lado a otro de la casa, decidí hacer algunas llamadas a amigos más entendidos en Amazon. Solo hizo falta una llamada para entender que el paquete no llegaría ese día. El correo anunciaba que había salido del almacén pero la barra podía estar en China o en Murcia que no había forma de saberlo.

Una vez me recompuse de la noticia traté de continuar mi vida dentro de las cuatro paredes. La idea de recibir la barra irrumpía en mi mente con frecuencia. Me preguntaba si sabría instalarla y qué tal funcionaría.

Al día siguiente recibí otro correo, esta vez era Facebook. Llevaba meses sin conectarme y ellos amablemente me lo recordaban de nuevo, con la esperanza de que volviera a engancharme. Consternado intenté seguir con mi día, no sin comprobar el correo cada diez minutos.

Aquel día a mitad de la tarde llegó el ansiado correo. La barra llegaría en 24 horas. 24 lentas y largas horas. En ese momento la duda me invadió. Había calculado cada detalle, leído más cien comentarios que tenía el producto pero no se me había ocurrido medir los marcos de las puertas. Con una risa nerviosa corrí hasta la cinta métrica y comencé a medir. Primero uno, luego otro, y así hasta acabar con todos.

Para mi sorpresa, los marcos tenían un tamaño ligeramente inferior al recomendado. Desesperado volví a comprobar uno a uno los marcos confiando que por error mío o por defecto de fábrica alguno tuviera unos centímetros de más.

Abatido me senté en el sofá. Con un agujero en el estómago sentía cómo mis planes de ejercicio se desmoronaban frente a mí.

En la cama y sin haber cenado intentaba distraer mi mente de la barra. Me convencía de que mis sospechas eran infundadas y que seguro funcionaría. Lo repetía como un mantra con cada vuelta que daba en la cama hasta que mi cuerpo se rindió.

Al fin había llegado, la mañana que debía recibir el paquete. Limpio y afeitado después de la ducha, con la camisa recién planchada y un toque de colonia, me senté a esperar. De pronto, recibí un mensaje. El paquete se encontraba en reparto.

Empecé a caminar de un lado a otro del salón sin un recorrido fijo. Me sentaba y me volvía a levantar una y otra vez. Así trascurrió la mañana mientras comprobaba el móvil conectado al cargador por si la batería moría de forma repentina.

Varias horas después y tras varios sobresaltos producidos por los timbres vecinos, sonó el mío. Me apresuré a la puerta, cogí aire y ensayé mi mejor sonrisa.

­­­­—¿Sí?¿quién es?—pregunté antes de abrir la puerta.

—Traigo un paquete para usted.

—Gracias, ni me acordaba—respondí mientras cerraba la puerta.

—Perdone, debe firmar aquí—dijo el repartidor sujetando la puerta con su pie.

—Disculpe, no sabía. Ya está—contesté antes del portazo final.

En la intimidad de la entrada y tras un par de horas de trabajo, la barra estaba lista.

Con un nudo en la garganta y los ojos cargados de futuro me situé debajo del marco, alcé los brazos y coloqué la barra. No parecía fija ni demasiado estable pero llegado el momento tenía que probarla. Era mi última esperanza. Después de todo lo pasado no podía rendirme.

Vestido con ropa de deporte, igual que el que se agarra a un clavo ardiendo me dispuse a realizar la primera dominada. La madera crujía según cargaba mi peso en la barra pero no me amedrenté.

En un movimiento coordinado levanté mis pies del suelo y tiré de la barra. Tras un sonido seco lo siguiente que recuerdo es mi cuerpo dolorido tendido en el suelo con restos de madera al lado.

A veces hay que hacer caso al instinto y no aferrarse a un imposible.


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