El Vecino


­El sótano estaba insonorizado, o eso nos dijo años atrás cuando todavía nos hablábamos.

Las casas estaban separadas por una verja desvencijada que delimitaba los patios. Habíamos tratado de construir la medianera pero nunca les parecía buen momento.

Rara vez coincidíamos. Vivían como vampiros, refugiados en la oscuridad y amparados por el aire acondicionado.

Algún fin de semana subían las persianas y dejaban entrar la luz en la casa. Salían al patio y hacían barbacoa. Desconozco qué leña usaban pero todo se llenaba de un humo denso que se abría paso hasta el interior de las casas.

Al acabar, volvían a la cueva a devorar la carne. No me hubiera sorprendido oír que comieran desnudos y tiraran los restos de comida al suelo.

Después de comer iba al sótano a jugar con su mesa de mezclas. Con gran voluntad y dedicación ponía música a nuestras vidas. El tipo de música que se escucha a las seis de la mañana cuando el cuerpo no responde y los reflejos fallan.

Desde el salón de casa,  armado con un abanico, sentía los cristales vibrar. La hora de la siesta, la paz, el silencio, no tenían cabida en aquella dictadura del ruido.

Me preguntaba qué pasaría por su cabeza. Igual que el adolescente que impone su música en el metro, pero 30 años mayor.

Poco podía hacer. Dejar pasar el tiempo y que se cansara, o esperar el milagro y que hubiera un apagón general en la ciudad.

Fue cuando vi a su mujer fuera cuando se me ocurrió la idea. Salí al patio con un libro y los tapones mientras sentía la música rebotar en mi cabeza.

La mujer, con la barriga por fuera, comía patatas sentada en una silla. A los pies, restos de comida que habían salido disparados de su boca.

—Buenos días —dijo con la boca llena.

—Hola, ¿decías algo? —respondí mientras sacaba los tapones de mis oídos.

—Nada, solo buenos días. Hace mazo calor hoy, ¿eh?

­—Disculpa, no te oía. Sí, se avecina un verano duro. —dije gritando.

Algo debió hacer click en su cerebro porque su expresión cambió. Apartando las migas que descansaban en su barriga se levantó.

—¡Manolo, baja la música! Está mazo alta —dijo con una potencia de voz capaz de romper un tímpano.

—No te preocupes, a mí no me molesta —añadí arrepentido.

—Nada, cero problemas. Ya la baja.

—No, de verdad. Me gusta. ¿Compone él las canciones? —pregunté mientras sentía que cavaba mi propia tumba.

—Sí, siempre le ha gustado hacer sus pinitos.

En ese instante, el ruido paró. La calle se llenó de un silencio solo quebrado por el pitido de mis oídos.

Volví al interior con aire triunfal, dispuesto a contar cómo había puesto al vecino en su sitio. Casi podía sentir la cara de orgullo de mi mujer e hijos.

Al día siguiente, mientras comíamos en la cocina, sonó el timbre. Era el vecino que me invitaba a su concierto. Con la comida humeante aún en el plato y ante la mirada atónita de mi mujer, me largué. Hay héroes que no llegan al día.


Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *