Terminal de aeropuerto


Todo empezó en la terminal de un aeropuerto. Había llegado el día. La noche anterior cenamos en el patio. Era finales de julio y el aire soplaba cálido sobre nosotros haciendo bailar la llamita de una vela que se consumía. Las conversaciones giraban en torno a los prometedores meses que se anunciaban.

Después de algunos kilómetros en el coche llegamos a la terminal. Al entrar me sorprendió la limpieza aséptica y el olor a desinfectante y ambientador. Allá donde fijara los ojos sólo encontraba a gente esperando. La larga hilera blanca de taxis ávidos de clientes desconcertados. El personal del aeropuerto contando los minutos para acabar su turno. Desconocidos que esperaban un avión, otros un reencuentro. Mendigos que contemplaban el ir y venir de pasajeros mientras sentían su vida marchitar.

Como el reo camino del patíbulo, arrastrándonos por la terminal como si quisiéramos que esos últimos metros duraran para siempre, nos dirigimos al control. En el aire flotaba una melancolía de planes que nunca fueron y el abismo de lo desconocido.

Y ahí estábamos por última vez, con los minutos que se nos escapaban entre los dedos. Nos fundimos en un abrazo y me quedé clavado observando sus ojos. Intenté alcanzar a descubrir si las promesas eran verdaderas, si nos seguiríamos esperando a la vuelta. Ella tenía la misma mirada insondable de siempre. La besé por última vez y hui entre pitidos de máquinas y detectores de metales. Cuando por fin crucé el control y volví la mirada, ya no había nadie.


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